Una mañana, el profeta contempló las húmedas caricias del rocío sobre los intrincados enramados de la frondosa arboleda que decoraba la inmensa pradera que se ofrecía a través de la ventana de su humilde cuarto y exclamó casi en un susurro: Querido mundo, hoy quiero entonar un mea culpa en mi nombre y en el de todos los de mi especie. Reconozco que somos y hemos sido desde el principio de nuestra creación criaturas dañinas, que a la manera de las células cancerígenas infestamos el cuerpo de Gaia con nuestros desprecios por las más elementales reglas de la convivencia en armonía con el resto de las criaturas y la naturaleza con las que navegamos por este solitario espacio infinito. Somos los hijos descarriados de esta mágica familia compuesta por las luces y las sombras de los seres, los elementos y las arbóreas praderas que nos regalan el preciado privilegio de la vida a través de sus limpios alientos. A pesar de atesorar la increíble cualidad de la conciencia que nos permite comprender la majestuosidad de nuestra propia existencia, nos revolcamos en la más despreciable indiferencia hacia la propia vida que nos rodea. Para nosotros amor significa atesorar, poseer los sentimientos de nuestros iguales, deseamos ser deseados sin importar las consecuencias de tales pérfidas manipulaciones. El arte es un producto sujeto al vil mercantilismo impuesto por aquellos que transitan por los caminos de la existencia adormecidos por la codicia de papel. La entrega incondicional es una moneda que carece de valor, el amor es una concha vacía que apartamos de nuestros senderos por considerarla inútil. Querido mundo, en mi nombre y en el de todos mis queridos seres humanos, te pido perdón con la esperanza de que comprendas nuestras carencias, has de saber que en nuestros pecados residen nuestras condenas. Espero que nuestra caída no os arrastre a ti y a las inocentes criaturas que te pueblan al abismo hacia el que nos precipitamos sin remedio y os permitamos existir en la paz y armonía para la que fuisteis creados.
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